¿De qué se ríen los López? Relato del COVID-19 en primera persona

Este es el relato de “Mr. Jones”, una persona que dio positivo a COVID-19 y quien hizo llegar su historia a estas manos, para poder compartirla con los lectores que aún dudan, que están bajando la guardia y que creen que la vida seguirá igual después de esta pandemia. Espero entiendan el mensaje:

Hace 10 años padecí una enfermedad que dejó mi sistema inmunológico bastante frágil. Ha sido un periodo de tiempo de tener muchos cuidados, cualquier gripa se agrava y se complica. Sí, estoy en el segmento de alto riesgo.

Cuando supe de la pandemia por COVID-19, redoblé las precauciones y los cuidados. Siempre cubrebocas, lentes, guantes, gel antibacterial, salía muy poco y muy cerca. Como nos ha pasado a muchos, después de un tiempo de confinamiento empecé a tomar confianza. Con precauciones, pero salía mucho más. Siempre me ha gustado caminar, durante el confinamiento caminaba de 10 a 12 km diarios. La realidad es que no se sabía, ni se sabe, realmente mucho acerca de este virus. Cuando salía y no venía gente cerca, solía quitarme el cubrebocas para respirar mejor, sobre todo después de caminar por algún tiempo. Grave error; hoy se sabe que la mayor parte de contagios se realiza por “aerosol”, esto es, alguien portador de virus, sintomático o asintomático, estornuda o tose y el virus se queda flotando en el aire durante varios minutos o incluso horas en ambientes cerrados. Así me contagié, así inició la agonía.

Al principio era mucha debilidad, dolor insoportable, dolor en todo el cuerpo. Como una gripa muy fuerte, pero con diarrea. Tos seca que no cesa, no se detiene, sientes que el pecho se desgarra. Antigripales, no tienen efecto. Sólo es una gripa, me consuelo. Llega un familiar, me ve, eso no es gripa. Llega la primera consulta, todo un cóctel de medicamentos, anticoagulantes, antiinflamatorios, nombres raros, “medicina de televisión” pensaba. Varias inyecciones y 5 después ya me sentía mejor. Mucho mejor. “Cuídese”, me dijo el médico, “esto todavía no termina”.

Con exceso de confianza, salí a caminar un poco al patio de mi casa. 20 minutos, no más, fueron suficientes para recaer. Fue entonces cuando conocí al COVID-19 en todo su esplendor.
En algún momento de mi vida ya había estado cerca de la muerte, pero nunca, nunca, había vivido una verdadera agonía. En cuestión de horas ya no podía sostenerme. Regresó a verme el mismo familiar, que semanas atrás había visto morir a dos personas del mismo virus. Su cara me decía todo. Segunda consulta, muchos más medicamentos, más inyecciones. Oxígeno. De un momento a otro, ya no podía comer, ya no podía hablar, ya no me sostenía. Ya no podía mantener los ojos abiertos, todo se volvía obscuro, sin color, sin vida.

La mayor angustia que puede sufrir un ser humano es la falta de oxígeno. Quería jalar aire y no podía, quería respirar y el aire ya no entraba a mi cuerpo. Los dolores en el pecho y la espalda me hacían desfallecer. En cuestión de horas ya no pude moverme. En cuestión de horas veía las caras de mis hijas, entre miedo y ternura, entre rechazo y compasión. Nadie sabe que es esta enfermedad hasta que la vive, hasta que ves a alguien cercano muriéndose frente a ti. No lo decimos, pero sabemos que no hay cura. Que tengo que confiar en mi sistema inmunológico. Siento como pierdo masa muscular. Literalmente se siente como se cae el cuerpo a pedazos. Literalmente sabes que te estás muriendo, tu cuerpo se está colapsando. Duele el estómago, la diarrea no para, los riñones, la cabeza, te duelen partes del cuerpo que nunca antes habías percibido que tenías.

Entendí porque la gente se muere. Es tanto el dolor, la angustia de no respirar, el inevitable pensamiento de haber contagiado a tus seres queridos. Esa terrible incertidumbre de saberte sin cura.
Mis familiares han sido avisados. Se está muriendo. Se organiza una video llamada. Veo a mi madre con el rostro desencajado, con sus ojos me suplica que no muera, con sus palabras me pide no rendirme, “come bien”, me dice una y otra vez. Quiero gritarle que la amo, pero ya no sale sonido de mi boca, he perdido completamente la voz. ¿Sería la despedida de mamá? ¿Esa sería la última vez que me viera con vida?.

Sabes que no puedes ir al hospital, nadie te recibe, y aunque te reciban, no hay oxígeno, no medicinas. La mejor apuesta es quedarte en casa y luchar, luchar hasta el último suspiro.
Llega el momento en que te vences, sabes que no queda mucho por hacer, te resignas, este bicho es muy fuerte, acaba contigo en cuestión de horas, acaba contigo lenta y dolorosamente, implacable, sin piedad, no retrocede, avanza sin parar. En ese momento sabes que vas perdiendo, se está llevando tu vida. Entiendo porque se rinden, es tanto el dolor, la angustia, la desesperanza, que simplemente te abandonas, simplemente dejas de luchar.

Entra mi hija pequeña, la miro, trata de ocultar su preocupación, de ocultar su dolor. Soy un soldado que toda su vida se ha preparado para esta batalla. No me voy sin arrebatar la última bocanada de aire, el último suspiro. Más que por miedo a la muerte, lucho por amor a la vida.
No quieres que llegue la hora de dormir, no se puede permanecer acostado, el pecho duele mucho y la espalda aun más. Llegan los ataques de tos. Trato de permanecer sentado, miedo a dormir y no despertar, quiero despedirme, no me puedo ir así. El cansancio te vence, los sueños son extraños. Gente muerta que ves viva, ¿es acaso un presagio? No siento miedo, siento añoranza.

Por fin, aun desconozco cómo, llega un enorme tanque de oxígeno, y con él renace la esperanza. Ahora entiendo a qué se refieren con que alguien recibió “oxígeno puro”. El médico se muestra a la vez contento y sorprendido. La cara de mis hijas ha cambiado de inmediato al ver que sonrío cuando siento como el oxígeno llena poco a poco mis pulmones. Una lágrima baja por mi mejilla, “hasta el último aliento” me repito una y otra vez, “hasta el último aliento”.

El dolor no cede, la enfermedad no cede, por lo menos sigo respirando. Me concentro en cada respiración, doy gracias cada respiración, doy gracias por tener esperanza, doy gracias porque sigo creyendo que saldré adelante. Le pido al Creador que me quite todo menos la esperanza.
Pasa una noche, y después otra. Cada minuto es valorado, cada bocado de comida, cada pastilla, cada sorbo de agua, caramba cada respiración se convierte en una bendición, en una razón más para seguir en la lucha.
Y empiezo a mejorar. No sé si haya sido toda el agua bendita que, literalmente, me he tomado con mucha fe, con mucho amor. O los cocteles de pastillas y las inyecciones, o las plegarias y rezos de mi familia, o la combinación de todo y un enorme deseo por seguir respirando, pero empecé a mejorar.

Un enorme tanque de oxígeno, una pequeña fortuna en medicamentos, 20 días y 22 kilos menos, por fin, me quitaron el oxígeno. Todavía no puedo hablar, pero ya respiro por mí mismo. Hago ejercicios de respiración y siento alegría, mucha alegría.  Hace apenas unas semanas caminé kilómetros en un día, hoy me sofoca caminar tres metros hasta el baño.

Empiezo a pensar en tanta gente que no tuvo la fortuna que he tenido de estar rodeado de Ángeles que en todo momento velaron por mi bienestar. Hoy todavía desconozco como se hicieron muchas cosas, de dónde salieron los recursos. Me piden no pensar en eso. “Estás mejorando, eso es lo que importa”. ¿Qué pasa con tantos y tantos infectados que no han sido tan afortunados? Que Dios los llene de fuerza y consuelo, porque esto es el mismísimo infierno.

Un mes más encerrado sin actividad alguna, 3 meses más para volver a una vida que ya no será normal. Todavía tengo tos, mucho dolor, aunque ya es soportable. Ya duermo con la certeza de que voy a despertar, que voy a seguir aquí un rato más. Hay secuelas, bronquitis, problemas cardiacos entre otras complicaciones. La vida no será la misma, pero es vida, y con eso es suficiente. 

Bromeo con mis hijas, mi ropa ya me queda demasiado grande toda se me cae, “te ahorraste el gimnasio papá” me dicen. Sonrío. Vida nueva, ropa nueva.
La Dama de Blanco entra a mi habitación, me observa, la observo. “Todavía no”, le digo, “todavía no”. Me sonríe y le sonrío de regreso. No se va, se queda, amenazante, expectante. Su presencia ya no me incomoda, simplemente me hice consciente de ella.

Enciendo el televisor, las noticias, al 9 de agosto de 2020 hay en México 480,278 contagios y 52,298 defunciones. Esto en datos oficiales, sabemos que la realidad es mucho peor. Algunas estimaciones nos dicen que en septiembre el 90% de los poblanos ya se habrá contagiado. En la “mañanera”, los señores López sonríen, se miran uno a otro y sonríen. ¿De qué se ríen los López? Con un poco de asco quito la mirada y me encuentro con un Crucifico, símbolo del Amor Incondicional, y recuerdo las palabras del Maestro Jesús, el Cristo, que proclamaba agonizando en la Cruz: “Señor, perdónalos, porque no saben lo que hacen”.